Lo que Marx pensó, Hayek refutó y Diomedes cantó.

Lo que Marx pensó, Hayek refutó y Diomedes cantó. Libros, filosofia.

En un rincón improbable del universo —ese donde las leyes de la física se mezclan con las leyes de Murphy y donde las estrellas titilan al ritmo de un acordeón desafinado— flotaba una cantina etérea, suspendida entre la razón y la locura, donde los muertos ilustres se dan cita para arreglar el mundo… o terminar de dañarlo.

El lugar no tenía nombre, porque los nombres imponen orden, y allí el desorden era religión. Las mesas, de madera vieja y patas cojas, eran testigos de confesiones que ningún tribunal ni universidad se atrevió a escuchar. El techo parecía construido con nostalgias y remiendos, y el humo de cigarro bailaba entre los tragos con la paciencia de un espíritu resignado.

En la mesa del fondo, justo bajo una lámpara amarillenta que parpadeaba como si dudara de su existencia, se encontraban Karl Marx y Friedrich Hayek, dos viejos enemigos con hígado fuerte y argumentos eternos. Bebían como si en el fondo de la botella estuviese la utopía.

—Tú, Friedrich, con tu fe casi religiosa en el mercado, ignoras que la libertad sin justicia social es solo una palabra bonita en boca del opresor —refunfuñaba Marx, con el vaso de ron temblando en su mano—. El obrero vive alienado, mientras tú celebras la mano invisible que lo empuja al abismo.

—Y tú, Karl, sigues sin entender que cada intento de imponer tu visión acaba en gulags, censura y miseria planificada. El Estado no es un salvador, es un burócrata armado. Tus ideas alimentan tiranos con bibliotecas enteras en vez de pan —replicó Hayek, con la camisa metida con disciplina neoliberal.

Los dos sabían que no llegarían a ningún acuerdo. Nunca lo hacían. Como siempre, la cuenta —tragos, empanadas, arepas y cigarros— la pagaba Engels, amigo fiel de Marx y mártir financiero de la revolución, un caballero prusiano con alma de cajero automático ideológico.

Pero esa noche no sería igual. Algo —o alguien— irrumpiría la eterna discusión.

Desde una esquina oscura, un acordeón comenzó a llorar. La melodía era suave, pero firme. Nostálgica, pero desafiante. Era El Cacique, quien había llegado a la cantina celestial luego de haber sido absuelto por las contradicciones del más allá. Vestía su tradicional sombrero vueltiao, camisa abierta hasta el pecho, y una sonrisa de quien ha vivido más de lo que ha leído.

—“Pa’ lo que hay que ver, mejor estar ciego.”

La frase se deslizó por el aire como un bolero fatal, y Marx interrumpió su perorata sobre la dictadura del proletariado. Hayek frunció el ceño como si el acordeón fuera una amenaza teórica.

—¿Quién es ese? —preguntó Hayek, confundido por la aparición de un hombre sin bibliografía académica.

—Ese, Friedrich… es el pueblo cuando se emborracha —respondió Marx, con una mezcla de respeto y temor. Sabía que no tenía contraargumento para eso.

Diomedes se acercó a la mesa con paso firme, como quien ya ha peleado demasiadas batallas para temer a una más. Dejó el micrófono sobre una silla, sirvió ron a los dos pensadores, y se acomodó como en casa.

—¿Y ustedes qué están discutiendo con tanta cara de monda? ¿Cómo joder otra vez al pueblo con ideas bonitas y promesas a largo plazo?

—Hablamos de libertad, de justicia, de estructura social —dijo Hayek, intentando mantener la compostura.

—¿Estructura? Les faltó vivir sin nevera. Les faltó fiar en la tienda, les faltó perder un hijo por falta de hospital y aún así irse a parrandear. ¡Eso es estructura! Estructura de aguante.
“Yo canté con hambre y con rabia. ¿Y ustedes? ¿Cuándo salieron de la casa?”

—Yo he denunciado esa miseria —replicó Marx—. He dedicado mi vida a exponer las contradicciones del capital.

—¿Desde la casa de Engels, comiendo bien, escribiendo mucho y trabajando nada? No joda, Karl, acá nadie come papeles.
“Eso sí lo sé, Ernesto, eso sí lo sé.”

Hayek rió bajito, saboreando la herida en el ego marxista.

—Yo, en cambio —intervino—, creo que nadie debe decidir por los demás. La libertad nace desde abajo, se construye con responsabilidad.

Diomedes lo miró como se mira a un extranjero que intenta bailar cumbia sin cintura.

La libertad no se aprende en libros, Diomedes se rió con fuerza.
“La libertad no se decreta, compadre. Se canta, se suda, se pelea en el barro.”
Y ahí va otra cosa:
“Si yo no hubiera sido cantante, habría sido guerrero.”

Se hizo un breve silencio. Ni Hayek ni Marx sabían si estaban perdiendo la discusión o ganando una clase de historia no escrita.

—¿Y tú qué propones, entonces? —preguntó Marx.

—Propongo que dejen de hablar como si supieran. Escuchen más al que camina descalzo.
“Me criticaron porque viví como quise, pero nadie me dio lo que yo logré. Y eso también es revolución.”

La noche siguió entre tragos, gritos, teorías y vallenatos. Marx hablaba de la plusvalía, Hayek del cálculo económico, y Diomedes les respondía con frases como látigos:

—“El que no ha llorado en una cantina no conoce la vida.”

—“El pueblo no es idiota, está cansado.”

—“La política sin música es tortura con papeles.”

Al final, el mesero trajo la cuenta. Detallada. Excesiva. Arepas, empanadas, ron, cigarros, tres cajas de Águila, dos botellas de aguardiente, una rosa marchita y una serenata dedicada a “todas las que me dejaron pero me hicieron fuerte”.

—¿Quién paga? —preguntó el mesero.

Hayek buscó su billetera como quien revisa su moral. Marx miró hacia arriba, esperando que Dios, el Estado o el proletariado hicieran lo suyo.

—La paga Engels —dijo Marx con su voz ya gastada.

Pero luego, recordando su orgullo dialéctico, se corrigió:

—No, ¿saben qué? Hoy pago yo. Pero la plata… es de Engels.

Diomedes se levantó lentamente. El acordeón sonó solo, como si lo moviera el alma de la cantina. Levantó el vaso y brindó:

—¡Salud por la vida, que es cortica! ¡Por la mujer ajena, que es sabrosita! ¡Y por la paz, que es tan esquiva como el amor de un político en campaña!

Hubo risas. Un intento de Marx por cantar “La plata”. Hayek tarareó sin querer.

Antes de irse, Diomedes lanzó al aire una última perla:

—¡Ernesto, yo no sé!

Marx se dejó caer en la silla, vencido por el ron y por la duda existencial, y murmuró:

—Pobre prole… está muy borracho.

Hayek, más sobrio, pero igual de aturdido, respondió:

—Y aún así, dice más verdades que cien asambleas.

El mesero trajo una segunda cuenta. Nadie la pidió. Incluía “el servicio”, serenata y “daño emocional no cuantificable”.

Engels, desde la barra, ya tenía el billete listo.

Mientras pagaba, mirando la cuenta con resignación y sorbo de Bretaña en mano, soltó la frase que cerró la noche como un epitafio irónico a toda la historia de las ideas:

El pueblo nunca sabe lo que quiere… pero siempre habrá alguien que pague por eso que no sabe que quiere.

Y así terminó la velada:

Con Diomedes desapareciendo entre humo y cumbia, (hoy es azul o rojo, mañana vallenato o cumbia).
Marx filosofando entre vómito y culpa,
Hayek apuntando notas para su próximo ensayo,
Engels, cuando salió de la cantina, la madrugada ya era un páramo filosófico. Caminó solo, con el aire denso de guayabo ideológico encima, mientras contaba los billetes que le quedaban como quien mide cuánto más puede durar el sueño de otros.

Antes de perderse entre la niebla, se detuvo un segundo, se tocó el corazón como quien siente un daño emocional estructural —no económico— y murmuró para sí:

No sé si esto fue una reunión de intelectuales o una orgía del absurdo… pero igual me tocó pagar. Como siempre.

Y se fue.

Sin aplausos, sin teorías, sin himnos.

Solo con la certeza de que, incluso en el más allá, la historia la escriben los que no pagan la cuenta (ponen los muertos).

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