Le tengo miedo al sol de los Teletubbies.

Terror, horror, miedo,

El miedo hiperrealista y los monstruos

Reflexiones sobre el miedo en la era de las pantallas

  • Miedo: Es la reacción inmediata y visceral ante una amenaza tangible que está ocurriendo ahora. Ejemplo: El sobresalto que sientes cuando un perro te ladra repentinamente a un metro de distancia. Es una respuesta de supervivencia, pura y simple.
  • Temor: Es la ansiedad anticipatoria sobre un peligro futuro, algo que podría o no suceder. Ejemplo: La inquietud que sientes la noche antes de un examen importante o al caminar solo por una calle oscura, imaginando lo que podría pasar.
  • Terror: Es el pánico paralizante que surge de lo desconocido o de una amenaza incomprensible y omnipresente. Ejemplo: La sensación de ser observado en una casa vacía o la angustia que provoca una fuerza que no puedes ver ni entender, como en una película de fantasmas.
  • Horror: Es la repulsión y el shock que sentimos al presenciar el resultado explícito y gráfico de la violencia o de un acto atroz. Ejemplo: La reacción al ver una escena de un crimen o una herida grotesca. No es el miedo a lo que va a pasar, sino el asco por lo que ya pasó.

Estas palabras, que a simple vista parecen meras definiciones, cobraron para mí un sentido real y profundo a través de las experiencias de mi infancia. Desde niño, mi relación con el miedo fue peculiar. Las figuras clásicas del cine, como el vampiro o el hombre lobo, nunca me perturbaron; eran demasiado teatrales, predecibles en su oscuridad. El verdadero terror, en cambio, llegó desde un lugar inesperado y a plena luz del día: la cara del bebé-sol en los Teletubbies. Su sonrisa perpetua y su mirada fija, que todo lo observaba desde el cielo, me generaban una inquietud profunda. Fue mi primera lección: a veces, la amenaza más grande no se esconde en las sombras, sino que nos observa desde la luz.

En casa, vivía una experiencia completamente distinta con mi abuela, una que me enseñó sobre el horror. Durante la Semana Santa, ella se conmovía hasta las lágrimas frente a la imagen del Señor Caído. Para mí, esa figura era la definición misma del horror: una representación gráfica de la violencia, con sus heridas expuestas y su rostro lívido. Sin embargo, mi abuela no veía lo mismo. A través del velo de su fe, una devoción de siglos, ella transformaba esa crudeza en un símbolo de amor y esperanza. Sus ojos veían belleza donde los míos solo percibían dolor, demostrando que incluso el horror más explícito puede ser transformado por la perspectiva.

Hoy, esas lecciones de la infancia resuenan con más fuerza que nunca. El horror hiperrealista ya no está en las estatuas de una iglesia, sino en la palma de mi mano, en la pantalla del móvil. La violencia se ha convertido en un espectáculo fugaz que consumimos a diario en noticias y redes sociales. El verdadero monstruo de nuestra era no es quien comete el acto, sino la rutina mediática que nos obliga a ver una tragedia, sentir un shock momentáneo y deslizar el dedo hacia el siguiente video viral.

Esta rutina nos ha convertido en una nueva clase de “zombis”. No somos cuerpos reanimados por un virus, sino mentes anestesiadas por la apatía y la pereza intelectual. El mayor temor de nuestra sociedad es la ignorancia activa, esa elección consciente de quedarnos con lo superficial para no complicarnos. Y en lo alto de este sistema, como gárgolas digitales, los algoritmos nos observan. No juzgan lo bueno o lo malo; solo responden a la métrica de la rentabilidad y la interacción. En este nuevo mundo, el castigo supremo, el verdadero horror moderno, no es la muerte, sino la invisibilidad: dejar de ser visto, ser excluido del show digital.

Junto a ellos, conviven otros espectros. Están las “momias”: esas ideas caducas y dogmas del pasado que se niegan a morir y que, envueltas en las vendas de la tradición, paralizan cualquier intento de avance social. Y, por supuesto, están los “vampiros” modernos: figuras mediáticas que no chupan sangre, sino nuestra atención, nuestra energía y nuestra voluntad. Nos dictan qué sentir, qué comprar y qué opinar, alimentándose de un consumo masivo que nos deja vacíos.

Al final, vuelvo a la imagen de aquel sol sonriente de mi infancia. Se ha convertido en el símbolo perfecto de nuestro tiempo. El verdadero horror no está en la oscuridad que temíamos de niños, sino bajo la luz implacable y constante de las pantallas. Esa sonrisa impasible representa la vigilancia permanente y la conciencia adormecida de quien se ha acostumbrado al espectáculo. Despertar hoy no significa solo sobrevivir a los monstruos, sino recuperar la capacidad de sentir, de pensar críticamente y de mirar más allá de la luz que nos ciega.

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