Miguel Ángel Valencia García partió el sábado 11 de octubre de 2025, dejando en la Universidad de Antioquia un silencio reverente y una huella imborrable: la de quienes viven con auténtica vocación.
La vocación —desde el sentido griego de evocum, “llamado interior”, impulso del alma que orienta hacia el propósito vital— fue en él más que una palabra: fue su manera de estar en el mundo. Miguel entendió el deber ser como servicio, comunicar como un acto de entrega, y la educación como una misión abierta, sin credenciales ni fronteras.
Llegó a la Universidad en 1968, recién terminado el servicio militar, con el deseo de formarse en idiomas. Solo cursó un semestre, pero la institución quedó sembrada en él para siempre. Frente a la portería de Barranquilla, junto a su hermana, instaló un pequeño puesto de periódicos. Allí encontró su verdadero llamado: mantener informada a la comunidad, conectar a los demás con el pulso del mundo y con la vida universitaria.
Durante más de cinco décadas, su labor fue tan silenciosa como trascendental. Día tras día recorría los cerca de 1.300 metros que separan la portería de Barranquilla de la de El Metro, con un morral lleno de periódicos, comunicados y apuntes. Bajo el sol o la lluvia, esa travesía diaria era un acto de perseverancia y amor por la comunicación. En sus pizarras —fondos verdes donde la tiza blanca trazaba titulares y anuncios— registraba hechos nacionales, universitarios y personales: cumpleaños, asambleas, ferias. Cada frase escrita era una línea más en la crónica viva de la universidad.
Miguel no necesitó títulos para ser comunicador, bibliotecólogo o pedagogo. Ejerció todos esos oficios con la naturalidad de quien sigue un llamado interior. Participó activamente en los clubes de lectura de la Biblioteca Carlos Gaviria Díaz, donde leía en voz alta y compartía su pasión por los libros. Su voz, sosegada y firme, convertía cada encuentro en un espacio de comunidad, donde los lectores, estudiantes y profesores encontraban en él un maestro sin cátedra, pero con sabiduría de sobra.
Su trabajo fue resistencia cultural. Creía que informar era tender puentes, que comunicar era educar, y que el conocimiento, al compartirse, multiplicaba la esperanza. Por eso, cada pizarra que escribió fue también un acto de fe en la memoria colectiva. Sus tableros, noticiero espontáneo del alma mater, revelaron que la comunicación auténtica nace del amor al conocimiento y del deseo profundo de servir.
El legado de Miguel Ángel Valencia —hecho de letras, pasos y amaneceres— seguirá habitando la memoria de la Universidad de Antioquia. Fue cronista del alma mater, archivista del tiempo, maestro de la memoria colectiva. En su vida se cumplió la más pura definición de vocación: aquella que no busca aplausos ni títulos, sino servir con dignidad, constancia y gratitud.
Hoy, los muros de la Universidad han quedado en silencio, pero su voz persiste en quienes alguna vez se detuvieron ante sus pizarras para leer, reflexionar y sentirse parte de una comunidad. Su presencia, grabada a tiza blanca en la historia universitaria, seguirá recordando que el conocimiento más profundo nace de la entrega cotidiana y del amor por los otros.
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